Qué fue eso, me pregunto. Intento
responderme, poner en palabras el concierto que
Jorge Drexler dio en Resistencia. Pero sólo puedo pensar en mi propio
ombligo. Antes de esbozar si quiera una línea, me digo que fui al recital
sumida en el periodo más duro y triste de mi vida. (Y se pondría peor al
momento de escribir esto, aunque los detalles autobiográficos no vengan al
caso). ¿Qué fue eso? Podría parafrasearlo, jugar con sus palabras, decir: una
noche de asilo, una oda a lo efímero, un viaje dentro de un banjo, refugiados
en una tregua del exterior.
No alcanza. Cumplo con la tarea de que
este texto avance, pero no acabo de graficar la experiencia. Porque la
sensación fue, más que la de asistir a un espectáculo prefabricado, la de
participar de un encuentro magistral donde se nos reveló que la obra de Drexler
adquiere su dimensión más profunda y bella cuando se la experimenta en vivo. No
en un disco, menos aún en una canción suelta
en la ventolera. Ni siquiera si se trata de alguna de esas canciones suyas sin
destino de hit y discretamente oscuras que tanto me gustan.
La noche del 31 de mayo, Drexler
desembarcó a orillas del río Negro como alguno de los inmigrantes de sus
canciones y nos sumió en lo que llamó “el péndulo anímico del concierto”. Nos
arropó en crisis existenciales como la de 12
segundos de oscuridad, nos alivió llevándonos a una jungla de jazmines, no mezquinó ninguno de los estribillos que
esperábamos cantar, nos sumergió más de una vez en la reflexión de ser una especie en viaje, nos invitó a jugar
haciendo chasquidos, remó a capela Al
otro lado del río, convidó anécdotas
con soltura de narrador y gracia de poeta, junto a sus muchachos nos llevó al orgasmo
sonoro con la zamba Alto el fuego. Y
hasta hizo lugar para el silencio.
Hace quince años, una profesora de radio
nos enseñaba fórmulas para programar el orden de las canciones. Eran
irrisorias. Señalaban, por ejemplo, que no se podía bajar la emoción desde una
canción muy alegre a una muy lenta u oscura, sino que debía haber una escala,
un gris entre ellas. No así a la inversa: se podía ascender sin inconvenientes
del más depresivo de los temas al más festivo de los climas. El péndulo anímico
del uruguayo arremetió contra esa o cualquier otra estúpida norma. Quizás por
eso el concierto consiguió recuperar aquella cualidad de la experiencia, de lo
que nos ocurre, de la emoción que no se anuncia, de lo que acontece, porque
está vivo, porque le pasa al cuerpo. Como ser feliz en un concierto aun estando
en el periodo más duro y triste de tu vida. Como hallar en un concierto un punto ciego de la pena. Como
construir ese escondite fundiéndose en un canto colectivo donde todas las
emociones caben.
La gran fortaleza de Drexler en vivo es
ese péndulo, que es anímico porque es humano y entiende que sólo moviéndonos
honramos los que somos, sin anclarnos a ninguno de los puntos cardinales de las
emociones, oscilando. Como en aquella canción dedicada a Leonard Cohen e
inspirada en los glaciares de Mérida, que casi queda fuera de su último disco y
fue mi favorita en el concierto: “Y cuando el momento llegue, honremos nuestras
heridas. Celebremos la belleza que se aleja hacia otras vidas. Levantemos nuestra
copa por cada causa perdida”.
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