
No alcanza. Cumplo con la tarea de que
este texto avance, pero no acabo de graficar la experiencia. Porque la
sensación fue, más que la de asistir a un espectáculo prefabricado, la de
participar de un encuentro magistral donde se nos reveló que la obra de Drexler
adquiere su dimensión más profunda y bella cuando se la experimenta en vivo. No
en un disco, menos aún en una canción suelta
en la ventolera. Ni siquiera si se trata de alguna de esas canciones suyas sin
destino de hit y discretamente oscuras que tanto me gustan.
La noche del 31 de mayo, Drexler
desembarcó a orillas del río Negro como alguno de los inmigrantes de sus
canciones y nos sumió en lo que llamó “el péndulo anímico del concierto”. Nos
arropó en crisis existenciales como la de 12
segundos de oscuridad, nos alivió llevándonos a una jungla de jazmines, no mezquinó ninguno de los estribillos que
esperábamos cantar, nos sumergió más de una vez en la reflexión de ser una especie en viaje, nos invitó a jugar
haciendo chasquidos, remó a capela Al
otro lado del río, convidó anécdotas
con soltura de narrador y gracia de poeta, junto a sus muchachos nos llevó al orgasmo
sonoro con la zamba Alto el fuego. Y
hasta hizo lugar para el silencio.

La gran fortaleza de Drexler en vivo es
ese péndulo, que es anímico porque es humano y entiende que sólo moviéndonos
honramos los que somos, sin anclarnos a ninguno de los puntos cardinales de las
emociones, oscilando. Como en aquella canción dedicada a Leonard Cohen e
inspirada en los glaciares de Mérida, que casi queda fuera de su último disco y
fue mi favorita en el concierto: “Y cuando el momento llegue, honremos nuestras
heridas. Celebremos la belleza que se aleja hacia otras vidas. Levantemos nuestra
copa por cada causa perdida”.
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