sábado, 24 de marzo de 2018

EL DÍA DE LA MARMOTA O EL ETERNO RETORNO - Mariano Repossi (UBA)

El hoy fugaz es tenue y es eterno.
Otro Cielo no esperes,
ni otro Infierno.
Borges

Hay una película protagonizada por Bill Murray que quizá hayan visto. Se llama Groundhog Day (Harold Ramis, EE.UU., 1993), la tradujeron como Hechizo del tiempo o Atrapado en el tiempo, pero es más conocida por su traducción literal: El día de la marmota. En ella, Phill Connors (Murray) es el meteorólogo de un ignoto canal de cable que es enviado todos los años a un pueblito todavía más ignoto, Punxsutawney, a cubrir la tradición local de “El día de la marmota”: una jornada de fiesta que comienza a las seis de la mañana en pleno invierno nevado, y que consiste en ir a la plaza del pueblo para que el Intendente saque de su letargo a la mascota oficial, una marmota (también llamada “Phill”) que “susurrará” al oído del funcionario si se adelantará o no la primavera ese año.


 Phill Connors detesta viajar todos los años hasta allí, detesta esa tradición, detesta ese pueblito y a sus habitantes... en fin. El conflicto emerge cuando una tormenta de nieve le impide al protagonista salir del pueblo y tiene que quedarse una noche más: entonces Phill se despierta, cada día, nuevamente en “El día de la marmota”. Nadie, excepto él, es conciente de la repetición incesante del mismo día: el resto del pueblo actúa siempre igual, sin percatarse de que está atrapado en el tiempo de un día que retorna y retorna sin cesar. 


Pero lo interesante no es la repetición, sino la diferencia. Lo que resulta interesante de esta película es que la experiencia del tiempo que tiene el protagonista va presentando graduales modulaciones a medida que el número de repeticiones se hace indefinido. La percepción del tiempo cambia en Phill Connors a través de iteración del mismo día. Lo que diferencia un día del otro es el tipo de expectativas que tiene Phill Connors. El personaje interpretado va cambiando lo que espera del día que, ya sabe, será el mismo de ayer y el mismo de mañana. Ilustremos esto con la película misma.

 Al principio, Phill cree que sufre un déja vu. Después sospecha una conspiración de todo el pueblo. Luego da rienda suelta a sus vicios, come, bebe y fuma hasta hartarse. Más tarde, aprovecha para seducir a todas las chicas del pueblo. Saciado y aburrido, se deprime profundamente y decide suicidarse... pero despierta nuevamente en el “Día de la marmota”. Se suicida de mil maneras, hasta llega a secuestrar a la condenada marmota y arrojarse con bicho y todo a un abismo... Al reconocerse “inmortal”, se cree un dios. Trata de seducir a su productora (Andie MacDowell) una y otra vez, aprovechando la información que ella le brinda cada día para retomar los embates amorosos con nuevas armas, pero Phill se topa con el inconveniente de que ella no se acuesta con nadie en la primera noche… 

Hasta que, en un impreciso momento de la película (“impreciso” porque vaya uno a saber cuántos días idénticos transcurrieron), nuestro protagonista abandona la posibilidad de escapar del pueblo. Dicho de otro modo, Phill Connors cambia el proyecto de su deseo: comienza a valorar el tiempo de otra manera, lee a Chejov, aprende a tocar el piano, recorre el pueblo para socorrer a sus vecinos (todos los días el mismo niño se cae del mismo árbol a la misma hora, el mismo señor gordo se atraganta en la misma mesa del mismo restaurante, etc.). Es decir, organiza sus prácticas cotidianas, su rutina, en función de un proyecto modesto, discreto, hecho de paciencia, solidaridad y constancia. No hay resignación, pues Phill realmente empieza a disfrutar de lo que hace, ni hay falsas esperanzas, pues Phill no espera salir del “Día de la marmota”.

Así, la película ilustra perfectamente cómo la diferencia en la repetición de los días está dada por el tipo de “ilusión” que guía al protagonista, por la calidad de la “ficción útil” con la que el protagonista interviene en su cotidianeidad. Cada “Día de la marmota” es una realidad diferente según el sentido y el valor que el protagonista pone en juego sobre su experiencia. Phil Connors pasa por los estadios de un polo (desconcierto, irritabilidad, abuso, hastío, suicidio, autodivinización…) hasta que atraviesa cierto umbral a partir del cual ya no busca un sentido “fuera” del día de la marmota que justifique su existencia, o sea, no busca un fin fuera del tiempo, como si el tiempo fuera un medio para otra cosa. Sino que produce el sentido en “eso en que está”, haciendo del tiempo un fin en sí, hasta indentificarlo prácticamente con su propio ser, con su propio hacer, de manera que ya no hay carencia en su experiencia sino afirmación activa de lo que “se hace tiempo”.
Claro que no se trata del paso de una experiencia objetivista del tiempo (el tiempo como un recipiente en el que acontece la realidad, en esa tradición que va de Aristóteles a Kant) a una experiencia subjetivista (el tiempo como distensión del alma o proyección del ser-ahí, en esa otra tradición que va de Agustín de Hipona a Martín Heidegger). Phill no hace el tiempo: hay cosas que no puede modificar por más pertinacia y esfuerzo que le ponga (el mendigo muere irremediablemente cada día, por ejemplo). Y claro que aquello que el protagonista deseaba al principio, el amor de su productora y la salida de ese día y de ese pueblo, llegan finalmente. Pero llegan con otro sentido, llegan transvalorados, porque ya no importaba que llegaran o no. 
Lo importante es que el motor de las prácticas del protagonista ya no es una falta (la falta de escapatoria, la falta de su vida anterior a la llegada al pueblo, la falta del amor de su productora…), sino la alegría de afirmar cada acto como si lo deseara repitiéndose para siempre. Y esto nada tiene que ver con el conformismo. Phill no cesa de esforzarse por mejorar y mejorarse cada día, es decir, por introducir la diferencia productiva en la repetición monótona. Así podríamos captar una concepción del tiempo como experiencia del devenir, esto es, de la diferencia como ser: Phil sería un pliegue del tiempo (del ser del devenir) como un navío sería un pliegue del océano.

Se trata, a mí entender, de un ejemplo ilustrativo del eterno retorno nietzscheano: querer lo que nos pasa como si lo quisiéramos para siempre, hacernos activamente dignos de lo que nos pasa.

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