sábado, 24 de marzo de 2018

MARIANO QUIRÓS, EL CRONISTA AGAZAPADO. Marcelo Alejandro Caparra.


 “…Un accidente por completo carente de épica”. 


Hablar de “Robles”, del narrador y periodista Mariano Quirós, ¿es hablar de la novela de un personaje o el personaje de una novela?

Porque si mi compromiso se contrajo con el personaje de una novela, mucho me temo no poder decir palabras muy bonitas sobre él. Digámoslo de esta manera: en la secundaria no nos hubiésemos llevado bien Alejo Luna y yo. Los primeros rasgos que definen al personaje son los de ser un tipo demasiado callado, introspectivo (las personas calladas e introspectivas son altamente peligrosas, como todo el mundo sabe). Parece indiferente o abúlico. Es un zopenco, no sé por qué pero no me cae bien. Es un boludo, bah.


Ocurre que el Romanticismo patentó una manera de entender al héroe de una novela como una figura altamente proyectiva, actuante, a veces una proyección del autor, una idealización, pero siempre un sujeto agónico (o agonizante). El protagonista es lo que su nombre dice: el primero en agonizar. Es Lord Byron, el Joven Unitario que se hace torturar y violar para probar que la barbarie existe, el Sarmiento que cruza la frontera huyendo de la Mazorca, Mary Shelley que inventa a un monstruo que inventa a un monstruo, es la negación de la negación que hace avanzar la historia, desesperadamente. En el siglo XX, ese héroe estuvo en franca decadencia, como tantas otras cosas. Sucumbe ante otro paradigma de héroe: kafkiano, gris, atribulado, aplastado por la Ley o por la náusea o por el silencio de dios y hasta por el virus del dengue. Pero incapaz, a la vez, de actuar proactivamente para desenredar esa viscosa conspiración de silencios. En las postrimerías del siglo XX, más que nunca parece que el héroe fuera el hombre sin atributos.

Así, Alejo Luna –el protagonista de la novela “Robles”- no hace nada, absolutamente nada. O en todo caso hace, sí, pero sólo tres cosas. Observa (su alrededor, es decir, ese mundo que da título a la novela: la familia Robles, su infierno manso y pintoresco), registra lo que observa (declara no sentirse periodista ni poeta pero es un habilidoso narrador). Y si sólo hiciera esas dos cosas, ya podríamos prenderle fuego a Alejo Luna para celebrar propiciatoriamente, su nada, su nada misma. Pero hete aquí que hace una tercera cosa –aparte de observar y registrar-: deja embarazada a su prima.

Aquí conviene pasar a la segunda opción de lectura. Puede que nuestro compromiso no sea con el personaje sino con la novela. ¿Y si “Robles” fuera no un personaje de novela, sino la novela de un personaje?

En ese caso, el otro narrador, Mariano, el titiritero detrás del hombre sin atributos, se perfila como un tipo sagaz. Uno de esos seres silenciosos o meditabundos que, como dije, son una amenaza ahora y siempre. Porque con un bisturí muy afilado y a partir de una serie de anécdotas aparentemente inconexas -¿y por qué deberían estar conectadas? ¿Y conectadasa qué?-, aparentemente irrelevantes para la nervadura central de la trama -¿y cuál sería la nervadura central de esa trama?- a través, digo, de esos artilugios, Mariano nos sorprendecon una radiografía de una familia tipo. Y con ella, la radiografía de una clase media quizás venida a menos pero nostalgiosa de sus viejos fulgores. Una familia y una clase capaz de honradez y dignidad, en un escenario donde claudican las ideologías y de los Grandes Relatos.

Porque este no es un Grande Relato sino, tal vez, una historia mínima. Mariano se animó a hacer aquello para lo cual Alejo no tuvo el valor: probó contar el mundo pispeando desde una cerradura. Narrar desde la alcantarilla, y está muy bien esa imagen porque en una alcantarilla no viven familias como las de Dario Vittori o las de Guille Franchella, sino aguas turbias, enrarecidos miasmas, todo el inframundo de “La Celebración” [2]. No hay tallarines ni papito reparte el pan sobre la mesa, ni canta Copani desde el pasacassette; hay, en cambio, todo ese novelesco y apasionante  zooplancton de las envidias, los celos, los rencores nunca confesados, los prejuicios de la clase media argentina, entre la burguesía progre “nac&pop” y los resabios de las ontologías heredadas (¡no se pierdan el relato enmarcado sobre “Arte extremo” y el hombre-Yacaré!). Y aquí hay que decir algo que me gustó mucho, muchísimo, de la novela: no es políticamente correcta (por momentos, uno se muere de ganas de decir: este tipo es un turro). La mirada del autor no contempla la familia ni su dudoso abolengo con nostalgia (porque eso sería hacer literatura). Los personajes de “Robles” no incurren en ningún almíbar, incluso se les nota que le huyen a esa miel más que al dengue. Entonces, el bisturí del cronista inesperado, la radiografía de las grandezas y miserias de una familia, de una clase y tal vez, de un país, y la humildad de una historia mínima pero franca, concreta pero profunda, son los grandes valores de una novela que nos narra. Él mismo lo dice: “Un accidente por completo carente de épica”, pág. 36.

No me retracto: Alejo Luna y yo no hubiésemos sido amigos en la secundaria. Jamás. Me gustan las figuras temperamentales, nerviosas, satánicas, me gustan los personajes afiebrados que transforman al mundo con su praxis, su insolencia o su pasión. Este, en cambio, me parece un pavote que, para existir, no se le ocurre mejor idea que embarazar a su prima. Pero de Mariano, en cambio, voy a decir no sólo que me honra su amistad sino algo que, en alguna medida, para nosotros vale más: admiro su pluma. Tiene una prosa cristalina, de esas que parecieran haber nacido perfectas. Va diciendo entre líneas, el muy zorro. Se hace el inofensivo, pero no. Se agazapa detrás del episodio. Es un cronista de lo por venir.



[1] * Este texto fue leído el viernes 26 de febrero de 2010, durante la presentación de la novela de Mariano Quirós en el microcine del Guido Miranda.
[2] ¡Cómo no pensar en Thomas Vinterberg y en Dogma 95, más que en los Campanella o en Ignacio Copani! Para un ciclo de literatura y cine, no demasiado utópico, no demasiado lejano, invito a rastrear –qué lindo- las relaciones en que se cruzan y se saludan la novela de M. Quirós y esta película del año 1998:
Curiosos, chusmeen acá:


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